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Elena y La Herida

Segunda Parte Y Final. Una Herida Nunca Cerrada

Segunda Parte Y Final. Una Herida Nunca Cerrada Elena se asomó a la ventana y vio que era Alberto quien la llamaba desde la calle, sin hacer ruido, para que nadie se enterara. Abrió la ventana lentamente. Alberto solo estuvo allí unos segundos, los necesarios para decirle, “a las diez estaré aquí para llevarte conmigo”.
El resto de la hora, Elena la pasó dando vueltas por la habitación pensando en esas ocho palabras. A donde la llevaría. Se fugarían. Ella deseaba marcharse de allí a cualquier precio. No deseaba que en cualquier momento la llevaran de nuevo a una clínica alejándola de nuevo de todo lo que más quería.

Un par de años atrás la habían arrebatado su infancia, su paso de niña a mujer o de mujer a niña. Y había permanecido allí demasiado tiempo, borrando de su mente todo y a todos los que la habían rodeado, con la escasa excepción de sus padres. Ante la duda, cogió una mochila vieja y ligeramente ajada por uno de sus lados y metió en ella un poco de ropa. Y se sentó en la cama para esperar.

La madre de Elena estaba preocupada. No entendía porque de repente, su hija había tornado en rebeldía. Pensaba que ella ya era consciente de lo que le suponía dejar de tomar la medicación. Mientras que cortaba lechuga, haciéndola pedacitos y pagando con ella sus frustraciones. A los diez minutos, casi cuando estaba terminando de preparar la ensalada y comenzaba a preparar unas croquetas, llegó su marido a casa.

Ni siquiera un beso, lo primero que le dijo la madre de Elena al padre de la muchacha es que ésta no se había tomado la medicación esa mañana. El padre de la chica, no se preocupo mucho a diferencia de la madre y lo achacó a solo un olvido. Desde que la chica había vuelto de la clínica no había sucedido, así que consideró que no era un motivo muy importante de preocupaciones. Para él, era mucho más importante sus problemas laborales que las visicitudes u olvidos de su hija adolescente en vacaciones, por muy enferma que estuviera. La quería pero ahora no era el momento. Como muchos padres de su generación solo comenzaban a mostrarse asustados por su familia cuando el problema o la enfermedad les salpicaba al explotar.

Arriba la niña-mujer esperaba a su amor, como una Julieta moderna aunque sin ama y sin veneno.

A las nueve de la noche, la llamaron a cenar, aunque el cosquilleo en el estomago de lo que Alberto la estuviera preparando o a donde la fuera a llevar, la impidió comer algo más que un bocado. Su madre la reprochó de nuevo su olvido durante la cena, pero esto solo hizo más que reafirmar el comportamiento de Elena de no volverse a tomar más aquella droga.

Tan rápido como terminó de comer, volvió a la habitación para observar la ventana de Alberto que desde que lo hubiera visto esta tarde por última vez, permanecía sin movimiento, opaca a los últimos rayos rosados de sol. A veces parece que el cielo se tiñera de sangre al anochecer o al amanecer, como un cruel vaticinio de lo que ha ocurrido u ocurrirá durante el día o la noche.

La madre de Elena salió a tirar la basura de la cena y a la puerta de su casa se encontró con Alberto. Éste ya se dirigía a la ventana de ella, porque aunque faltaba algo más de veinte minutos para las diez, no podía aguantar ni un minuto más sin ella.

La madre de Alberto le saludó y luego le interrogó hábilmente sobre lo que habían estado haciendo ambos esa tarde. Alberto desde luego no le contó todo lo que pasaba a partes iguales por su cabeza o corazón, decidió simplemente contarle una media verdad, decirle que habían estado poniéndose al día en su amistad infantil. La madre de Elena tenía miedo. Tenía miedo a que su hija volviera a recaer por cualquier motivo, la consideraba demasiado frágil como para tener amigos y mucho menos novios, la consideraba frágil para divertirse o para hacer cualquier cosa más allá de los muros de su casa. Hacía tiempo que aquella urbanización iba a representar los mismos muros que anteriormente había representando la clínica para la chica y ahora ningún adolescente iba a echar a perder sus planes.

Así que la madre de Elena le contó la verdad de los últimos dos años. Le narró con todo lujo de detalles como la chica sufría una enfermedad mental, era bipolar. Era maníaco – depresiva. Aquellas palabras resonaron en la mente de Alberto para hacer el efecto que la madre de Elena deseaba. Provocarle miedo a la locura. Levantar en él todos los prejuicios que la mayoría de la gente tiene hacía estas enfermedades, hacerle salir corriendo. El chico escucho el relato detallado de cómo Elena había sufrido su primer ataque maníaco la noche de aquel día que él la había dibujado con tanto sentimiento sobre el césped de un atardecer.

La madre de Elena en seguida supo que sus simples palabras reales y efectivas habían conseguido su objetivo. Lo vio dibujado en la cara del muchacho que se marchó sin pensar en las consecuencias hacía la que sería por última noche la habitación de su infancia.

Elena en la soledad de su habitación esperaba. Dibujaba palabras sobre el techo de su cuarto, escribía dibujos en su mente y oía música de cualquier tipo para hacer llegar antes la hora de reencontrarse aunque fuera por un minuto con Alberto, pero a las doce y media de la noche se quedó dormida. Una tristeza infinita la movió hasta las ínfulas del sueño. El litio ya había dejado de hacer efecto en sus neuronas para aquel momento, en que sus ojos verdes se cerraron.

Alberto se alejó de la madre de Elena con el miedo en el cuerpo y cuando llegó a su cuarto, ni siquiera encendió la luz, porque no quería que Elena lo viera. Pas horas en la cama, pensando y dándole vueltas a la mente, a todo lo que la madre de Elena le había contado y a todo lo que había sentido desde entonces.

A medida que la noche fue pasando lo que en un principio había sido miedo fue tornándose en valor. Quizás por muchos motivos, porque los primeros son inconscientes o quizás porque solo somos verdaderamente valientes cuando aún tenemos algo de niños, pero Alberto tomó la decisión de acudir a la ventana de Elena. Aquella misma noche, con algunas horas de retraso se reencontraría con ella, porque a la mañana siguiente se marcharía y tenía que convencerla para seguir viéndose allá donde estuvieran. Y si estaba enferma, que importaba cual fuera la enfermedad, él cuidaría de ella.

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De nuevo, una piedrecilla tras otra golpeó la ventana de Elena hasta que esta se levantó a abrirla. Ella no podía creerlo. Allí estaba él, debajo de su balcón bajo la luz de las estrellas y la luna azulada. Le pidió que bajara y ella sin pensarlo dos veces aceptó. La euforia la embargaba.

Se escaparon de los muros de la urbanización como dos escapistas antiguos y jóvenes. Ambos se refugiaron en la inmensidad de una noche clara y de verano. Cruzaron la carretera y caminaron hasta la playa y allí hablaron, se besaron, se prometieron amor eterno, se bañaron desnudos en la noche, descubrieron el sexo, se quedaron dormidos, notaron la húmeda arena caliente sobre su espalda, despertaron y vieron amanecer juntos.

A las seis de la mañana, Alberto despertó y suavemente le acarició la mejilla a la chica que estaba entre sus brazos. De nuevo el rojo teñía nubes y pedazos de aire entrelazado. El sol ya aparecía entre el horizonte de agua salada. Tenemos que marchar a casa, si no descubrirán que no hemos pasado la noche allí. Ojala pudiéramos quedarnos aquí eternamente. Ese beso selló la noche de amor más sincera y tierna que aquella playa había vivido jamás.

A los pocos minutos llegaron al jardín que separaba sus casas. Su último beso fue cómplice pero poco pasional comparado con todos aquellos que se habían proporcionado mutuamente durante la noche. Quedaron que el iría a despedirse antes de marcharse con la mudanza y que luego hablarían para volver a quedar en verse juntos. Mientras que durara el verano no tendrían mayores problemas, convinieron el estaba libre para poder visitarla cuando quisiera. Antes de marcharse, Alberto le dijo unas pocas palabras: “Quiero que sepas que lo sé todo, me lo contó tu madre y no me importa porque quiero estar junto a ti siempre”.

Elena entró en su casa. Mirando a Alberto marcharse y cruzar el jardín se apresuró a subir a su cama, no quería que la pillaran. Absorta en sus pensamientos de amor, solo pensaba en estar con Alberto le costara lo que le costara, y volvería a tomarse las pastillas porqué debía mantenerse sana para disfrutar de todo lo que él la ofrecía. Al pasar por la cocina, observó sobre la encimera el bizcocho que hacía ya casi veinticuatro horas había preparado.

Entonces el odio. Ya era tarde para los propósitos de enmienda.

A la mañana siguiente, Alberto intentó despedirse de Elena antes de marcharse con el último camión de mudanzas pero en su casa no había nadie. Llamó a todas las puertas, observó las ventanas en busca de algún movimiento pero sus esfuerzos fueron infructuosos.

Pasaron cinco días antes de que Alberto volviera a tener noticias de Elena. El primer día que tuvo oportunidad regresó a la casa de ella para intentar averiguar porque no había estado esperándole después de todo lo que habían compartido esa noche.

De nuevo no encontró respuesta en los timbres o en la sombras de las ventanas. Solo la vecina que vivía junto a Elena le proporcionó la realidad.

Según había llegado hasta sus oídos, la chica se había vuelto loca la mañana de algunos días atrás y había intentado matar a sus padres, al parecer después de aquello la habían internado en una clínica de nuevo. Sus padres no aparecían mucho por casa desde entonces.

Alberto no lo podía creer e inmediatamente todas las palabras de la madre de Elena rebotaron dentro del cráneo del chico. E igualmente rebotaron sus propias palabras justo antes de despedirse. El pánico le inundó, rebosó todos sus poros y le hizo desmayarse ante aquella señora chismosa.

Cuando despertó solo reconocía la cara de su madre junto a un par de personas vestidas con bata blanca. Entonces su madre le contó todo lo sucedido. Después de que se desmayara, la vecina se había puesto en contacto con ella, mientras que a él lo trasladaban al hospital. Su madre, durante la espera a que se despertará había logrado contactar con la madre de Elena y está le había contado todo lo sucedido.

Elena había muerto. Se había suicidado. La mañana después a que él la dejara en la puerta de su casa, ella había sufrido un ataque maníaco y había atacado a sus padres, al parecer de los médicos porque la falta de medicación continuada le había provocado un sentimiento de odio e ira hacia ellos. La chica había cocinado un bizcocho el día anterior para sus padres y al ver que sus padres no lo habían probado despertó en ella algún mecanismo cerebral que le llevó a atacarlos con un cuchillo, totalmente fuera de si. Afortunadamente, lograron controlarla entre los dos y llevarla a la clínica donde había estado los últimos años para que le proporcionaran un tratamiento de urgencia.

Hasta ayer la chica había permanecido sedad y tranquila, pero esta mañana la han encontrado en la bañera de su habitación desangrada.

Alberto comenzó a llorar sin consuelo a los brazos de su madre. Nunca simples palabras le habían hecho tanto dolor. Nunca el instrumento del que se había valido para decirle a Elena las cosas más bellas, le habían proporcionado un sufrimiento igual y jamás olvidaría.

Al día siguiente llegó a casa aún desolado pero sin rastro de porque se había desmayado. Sentía culpa y desidia por vivir. Por la tarde, su madre le subió una carta. “La madre de Elena ha venido a traerte esto, pero no a querido verte”.

“Querido Alberto,

De nuevo me encuentro en la clínica que me hizo separarme de ti cuando éramos niños. Mi enfermedad me ha llevado hasta aquí y temo que aunque tú me esperes, o llegáramos a estar juntos en cualquier punto del futuro, nuestra vida no sería más que un infierno.

Por eso, he decidido no seguir con mi vida, porque no soporto un minuto más sin estar a tu lado ni tampoco soportaría hacerte daño alguna vez como casi he hecho con mis padres.

Te quiere y te querrá siempre haya donde estés.
Elena”

Aquella herida jamás se me cerró y desde entonces al igual que cuando era niño, la intentaba dibujar una y otra vez, con el recuerdo fresco de mi mente, pero solo conseguía borrones. Las palabras eran el único vehiculo para cerrarla y hacerla cicatrizar. Ahora creo que empiezo a conseguirlo.

FIN.

Hora SEIS, en el Sexto Día. La Medicación

La Medicación.

Finalmente, separaron sus labios. El beso podría haber sido eterno, pero en algún momento es necesario hablar para estropear con palabras el intento de explicación mutuo.

- Te...

- No hables, no digas nada. Dijo Elena.

Bajaron del árbol y se cogieron de la mano. Instintivamente fueron caminando de nuevo hacia sus casas. A aquel jardín donde se alumbró la pintura que todo este tiempo después los había hecho conocer por primera vez el amor.

Cuando llegaron a los jardines junto a la piscina, encontraron a la madre de Elena hablando con el socorrista. Interrogándole ciertamente.

- Dios por ahí, apareces. Dijo su madre elevando ligeramente la voz.

- Tranquila, no pasa nada.

- ¿Cómo que no pasa nada? – Mientras subía el volumen un poco más. – Tengo que hablar contigo inmediatamente, así que entra en casa.

- Pero mama, ahora estoy con Alberto, llevamos mucho tiempo...

- ¡Entra en casa!

Elena salió corriendo y entro en su casa, seguida por su madre. Alberto se quedó solo, observando como en solo unos minutos todo parecía cambiar. El volvió a su casa también. Y subió a su habitación, cogiendo sus pinturas para intentar retratar a su chica.

Las voces de una y de otra se oían a través de los muros. Muchas palabras se dijeron... Porque no te has tomado las pastillas esta mañana. No sabes lo preocupada que estaba. Se me olvidó. Siempre se te olvidan. No, no es cierto, es la primera vez. Es por tu bien. Si no las tomas recaerás. Volverás a tener ataques. Lo siento. Se me olvidó. Por favor, déjame salir. No, no puedo. Vete a tu cuarto.

Elena subió las escaleras y se tumbó en la cama, recordando el beso que le había dado Alberto. Miró por la ventana y allí estaba él. Al otro lado del jardín, en su pequeña habitación desde donde le había intuido vigilarla.
La saludó y le mostró lo que estaba haciendo, era una pintura de ambos en el árbol. Besándose. Él colocó la acuarela sobre la ventana y ella no pudo contemplar lo que hacía, pero al momento, en otra hoja de su bloc, pudo ver lo que había escrito.

Te quiero.

Llamaron a la puerta. Era la madre de Elena. Toma aquí tienes las pastillas. Hasta antes de acostarme no me tocan aún son solo las siete, mama. Ya, pero acabo de llamar a la clínica y me han dicho que si te has olvidado las de esta mañana, entonces que adelantes la toma de la noche para compensar. Está bien.

Elena tomó el vaso de agua y se metió las pastillas en la boca. Su madre desapareció por la puerta y Elena se volvió para ver si Alberto seguía al otro lado, pero había desaparecido. Sintió una ligera punzada y decidió escupir las dos pastillas que acababa de tomar y que aún conservaba en la boca. Esa mañana se le habían olvidado y sabía que había sido por algo, que ese simple hecho le había valido para volver a recordar a Alberto, para volver a sentirse como una niña y para que le dieran su primer beso.

Entonces, una piedra golpeó contra su ventana...

Hora CINCO, en el quinto día. El Primer Beso

El Primer Beso.

La veía caminar junto a él. Llevaba un vestido de lino, ligeramente mojado por el bañador. Elena llevaba en la mano el dibujo y repetía lo que solo unos momentos antes había hecho Alberto, pasaba sus dedos por el contorno del carboncillo. Un torrente de recuerdes le recorría su mente, que feliz había sido hasta aquel momento.

Por detrás de las casas, iban caminando por el césped hasta que llegaron al viejo árbol. Habían pasado miles de horas allí. Subidos ambos a las ramas, hablando, diciéndose tonterías y gastándose bromas, jugando, mirando las nubes o las estrellas. Parecía que hubieran pasado un millón de años.

- Me ayudas a subir.

- Claro. Espera.

Y acomodándose junto al árbol Alberto ayudo a Elena a subir, aunque aquello fue algo más que subir a un árbol, fue volver a la niñez. A esa niñez que ni siquiera habían abandonado del todo todavía. Una niñez de moratones en las rodillas y pegatinas en los brazos, de chucherías y juegos en la calle.

Se sentaron en la misma rama que los había sostenido por última vez, cuando Alberto le había propuesto a Elena dibujarla.

- Te echaba tanto de menos. Pensaba que te habías olvidado de mí.

- La verdad es que nunca he dejado de pensar en ti. Sobretodo desde que volviste.

- El dibujo es precioso. A medida que veníamos hacia aquí me he ido acordando de todo. Es curioso lo que nos hace olvidar el paso del tiempo.

- Si.

- ¿Por qué no has vuelto a hablarme hasta hoy? ¿Precisamente ahora que te vas a vivir a otro lugar?

- Verás... –Las rodillas le temblaban y no sabía que decir, no encontraba el valor, ni la fuerza necesarias.

Elena le pasó la mano por el pelo. Ella no sabía mucho de salir con chicos, ni tampoco de besarse y otras cosas así. Pero sabía que ese dibujo significaba algo y el camino hasta el árbol le había hecho pensar. Recordar las veces que lo había visto al otro lado de la ventana. Además le conocía desde siempre y ahora que había vuelto a estar junto a él, sabía lo que le pasaba por la cabeza.

-... Verás, quería darte el dibujo para despedirme de ti. Porque he estado esperando a que volvieras por mucho tiempo y solo esta mañana me he dado cuenta de lo que me pasaba....

-Calla. –Dijo Elena, mientras le ponía dos dedos sobre la boca.

Estaban el uno sentado junto al otro. Ella supo que era el momento. Se acercó tímidamente a él, como una mariposa soñolienta. Sus labios se fueron acercando poco a poco. Y le besó. Le dio su primer beso.
Se besaron por minutos, aunque a ellos les pareció una eternidad. Alberto tenía la mente en blanco. En este primer beso de amor. Aquel que serviría de medida para todos los demás. Los ojos cerrados. Silencio, no les molestéis cantaban los pájaros, cuando dos niños se están dando su primer beso de amor no deben de ser molestados. El viento se detuvo y las hojas dejaron su vaivén marinero, sin embargo la rama parecía mecerlos en un suave viaje. Se encontraron caminando sobre el cielo limpio, viajando en sus cabezas sin moverse de allí. Porque oían campanas en sus oídos y tenían la certeza de aquel momento irrepetible. Todo estaba concentrado entre los labios de ambos. Desde allí surgía una supernova de luz que los llevaba a otro lugar. Alberto había cumplido su sueño sin saber como o porqué, sin tener la certeza de cómo había conseguido llegar a ese ínfimo momento. Porque las mejoras cosas llegan así, sin que nosotros hagamos nada para remediarlo. Elena se sintió completa, porque él era la única persona que había echado de menos cuando estuvo en la clínica, aunque hubieran intentado borrárselo de la cabeza. Aunque casi hubieran conseguido hacerla olvidar a aquel niño que una vez la había pintado mirando las nubes, tumbada sobre un césped fresco que le hacía cosquillas sobre la espalda.

....

En la casa de Elena, alguien abrió la puerta y entro en la casa. Preguntó al aire pero no obtuvo respuesta. Se dirigió a la cocina y vio un bizcocho sobre la encimera, miró el reloj del horno, aunque ya sabía que hora era, había tardado una hora desde el trabajo hasta casa. Se asomó a la ventana esperando ver a su hija en la piscina, pero tampoco estaba allí. Sigilosamente, como si alguien la vigilara aunque la casa estaba vacía, se acerco al cuarto de baño de su hija y busco la medicación. Sabía que aquello estaba mal, pero aunque no respetara la intimidad de su hija, se convencía diciéndose que era por el bien de ella. Contó las pastillas y observó que había las mismas que la noche anterior. Entonces empezó a preocuparse...

Hora CUATRO, en el cuarto día. Elena + Alberto

Elena + Alberto.

Aquí estoy, en la ventana otra vez. Me estoy obsesionando y lo peor es que ella se va a dar cuenta. Piensa, mañana te vas a otra casa y no la vas a ver más. Así te la quitarás de la cabeza. No, mierda. No la voy a ver más a partir de mañana. Deberías hacer algo. No, no deberías hacer nada. Déjalo estar. No la vas a ver más, a partir de mañana no la vas a ver más.

Mírala.

Su piel tostada como café amargo, estaba empezando a volver loco a Alberto. De nuevo estaba observándola a través de las rendijas de su ventana. Abrió un cajón, el único cajón que contenía ya algo de su mesa, y sacó aquella carpeta marrón.

Era una de esas carpetas sin elásticos, cerrada por un cordón a una pequeña solapa redonda. Con suavidad la abrió y observó una vez más a aquella niña tímidamente tumbada sobre el césped del jardín. Paso sus dedos sobre el carbón, notando la textura gris del lápiz sobre el papel. Siguió con su dedo todos los trazos, trazos que se sabía de memoria de tanto repetirlo.

Tengo que darle el retrato. Si me pienso marchar y olvidarla, este dibujo no puede acompañarme.

Alberto se levantó y bajo las escaleras. Ni siquiera llevaba bañador, solo unas bermudas negras y una camiseta blanca estampada, con motivos surferos. Cruzó la puerta de la cocina y con un paso tímido se dirigió a la tumbona donde la chica tomaba el sol.

Dios, como me duele la tripa. Tranquilízate.

- Elena.

La muchacha se incorporó ligeramente y miró por encima de sus gafas de sol.

- Alberto, ¿Cómo estás? Cuanto tiempo sin vernos.

- Eh...

- Últimamente no vienes mucho a la piscina, ¿No?

- Bueno, la verdad es que no. No me gusta ya tanto bañarme.

- Me ha dicho tu madre que os mudáis. Ahora que yo he vuelto, tú te marchas.

- Jeje... si es así. Por eso quería verte. –La voz del muchacho apenas se escuchaba. – Veras, quería darte esto.-Y le alargó la carpeta.

- Oh, vaya, gracias... ¿te importa que lo abra ahora?

- Bueno... –pero ella ya lo estaba contemplando.

- Dios mío, Alberto. Aún lo conservas. Es precioso. Fíjate, entonces era una niña. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Tres, cuatro años?

- No, en realidad no hace tanto. Lo dibuje el día antes de que te marcharas. ¿No lo recuerdas?

- Es cierto. No lo recordaba, han pasado tantas cosas.

Alberto en algún momento de la conversación se sintió liberado. Noto como si de repente pudiera echar a volar. Por primera vez desde que Elena había vuelto, Alberto tuvo seguridad para decirle algo más que hola o adiós. Y en un solo segundo, paso de la seguridad a la valentía y de la valentía a dejarse llevar.

- ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? ¿Podríamos ir por detrás de la urbanización, al Árbol viejo?

Elena vaciló un instante. Por un momento, lo que fueron segundos se convirtieron en horas para ambos. Un torrente de imágenes de su infancia recorrió a ambos. Elena se vio a si misma subiéndose a ese árbol tan remoto en su memoria. Alberto se vio esperándola en su bicicleta a que ella le alcanzara.

El socorrista de la piscina mira a ese par de chicos. Ella es guapísima, tiene el pelo largo, ya ha hablado con ella un par de veces. Sin embargo, al chico delgaducho no lo conoce mucho, tiene pinta de ser de esos que se pasan las horas muertas al ordenador. Aún le quedan un par de horas allí, hay veces que este trabajo se hace eterno. Mira el reloj, están a punto de dar las cinco.

Si.

Hora TRES, en el día tercero. Elena hace un bizcocho.

Hora TRES, en el día tercero. Elena hace un bizcocho. Elena hace un bizcocho.

Dejó caer el camisón y se puso un bikini amarillo. Por encima de este, un pantalón corto. Después de preparar el bizcocho me voy a tomar un poquito sol.

Sobre la encimera, paquetes de harina, azúcar y levadura se amontonaban ligeramente desordenados. Elena empezó afanosamente a mezclar la masa y echar los ingredientes. Un poco de uno, otro poco de otro, pero algo no funcionaba. La masa no se estaba mezclando bien y se quedaba cortada, la harina separada del agua no emulsionaba con el resto de sustancias.
Por más que removía la masa que después debería de meter al horno, no conseguía que aquello funcionara. Pensó que sería de la harina y tiro toda aquella masa a la basura para empezar de nuevo.
Buscó en un par de cajones pero no encontró más, así que se debatió entre dejar su bizcocho para otro día o pedirle a una vecina harina. Decidió lo segundo.

Cruzó a paso firme por el jardín de la piscina. Se me está haciendo tarde para tenerlo listo cuando lleguen papa y mama. Toco al timbre y al principio nadie salía a abrirla, aunque había gente dentro de la casa.

-Si, buenos días. Hola Elena, hija.

-Hola Señora María, verá estaba haciendo un bizcocho y me he quedado sin harina, me gustaría saber si me podría dar un poco.

-Claro hija, no te preocupes. Espera un momento. Te voy a dar la que me queda porque sabes, mañana nos mudados.- Dijo la madre de Alberto mientras entraba en la cocina.

-No sabía nada....

Elena escucho perfectamente desde donde estaba como la Sra. Maria le pedía a su hijo que saliera a saludarla. Hacía mucho tiempo que no hablaba con Alberto, cuando eran niños eran tan amigos y ahora sin embargo ella solo le veía a través de la ventana.
Alberto ya nunca iba a la piscina con ella ni se sentaban hablar como antes. Elena pensó que al fin y al cabo, habían estado mucho tiempo sin verse por su enfermedad y que seguramente era normal. Entre la puerta vio como el pasaba rápidamente para no verla.

-Toma hija, aquí tienes. ¿Tu madre estará esta tarde en casa? Es que quiero despedirme antes de marcharnos, ¿sabes?

-Si, a partir de las cinco o así. Muchas gracias y hasta luego.

-Hasta luego, hija.

Elena volvió a su casa y se lamentó ligeramente por el tiempo perdido, ya eran casi las tres y no tenía ni la masa horneándose. Rápidamente mezcló todos los ingredientes que le hacían falta, y esta vez no tuvo problemas. Ahora solo le faltaba esperar a que se cociera. Mientras se preparó una ensalada para comer.

Zanahoria, lechuga, tomate, un poquito de queso, manzana y aliño. Nada de pan.

A las dos y cincuenta y cuatro salió por la puerta de casa para tumbarse en una hamaca al sol.

Hora DOS, en el día dos - Alberto

Hora DOS, en el día dos - Alberto Alberto.

Alberto permanecía absorto en la ventana. En frente, al otro lado del jardín y la piscina estaba la habitación de ella. Hacía un rato que había levantado la persiana para dejar entrar el sol.

La madre de Alberto lo llamó a través de la escalera. Baja a ayudarme con estas cajas. En casa de Alberto estaban de mudanza, porque tenían que vender la casa. Los últimos doce años había vivido allí, era su hogar, aquella su habitación, su refugio. Pero ya era inevitable la marcha, la casa estaba vendida. Tenían que terminar de recoger todo porque al día siguiente vendría el camión de la mudanza para llevarlo todo a su nueva casa, más cercana al centro de la ciudad.

Albero era alto y un poco desgarbado, de esa clase de muchachos que a su edad su cuerpo va por delante solo en la altura. Sus músculos sin desarrollar le hacen parecer un niño estirado en noches de fiebre. La vio pasar de nuevo con el camisón y recordó lo que parecía mucho tiempo olvidado.

El agua y las zambullidas. Éramos unos niños cuando jugábamos en la piscina y en el colegio, cuando íbamos a todas partes juntos. Elena, mira esa nube, parece un caracol... que fresquito esta el césped ¿verdad?... te hecho una carrera hasta el árbol... corre, corre...
Siempre se dejaba ganar, porque ya entonces sin que él lo supiera, le gustaba hacerla feliz.
Pero su contacto se había ido desvaneciendo poco a poco. Elena solo había vuelto desde hacía dos meses. El último año y medio lo había pasado en alguna clínica, sin que el pudiera visitarla o escribirla. Sus padres no querían que se supiera que la sucedía y él no había preguntado.

Mientras que ella había permanecido en algún otro lugar, Alberto había comenzado a salir con sus amigos. Incluso había estado saliendo con una chica por unos días, pero ni siquiera habían llegado a besarse. Antes de hacerlo, Alberto sufrió un ataque de vergüenza y se marchó corriendo.

Ahora, se pasaba las horas muertas mirando por aquella ventanita, observándola para poder realizar el retrato perfecto. Con lápiz, con carbón o con acuarelas, lo intentaba sin cesar en todas las posturas. Algunas ligeramente obscenas que en seguida rompía por miedo a que su madre le pillara. Solo conservaba una. El primer dibujo que le hizo, mucho tiempo atrás algunos días antes de que se la llevaran a la clínica. En una carpeta marrón, lo conservaba desde entonces. La retrató tumbada en el césped mientras que miraba las nubes con la cara iluminada por los reflejos del agua de la piscina.

De vez en cuando tenía la tentación de mandárselo por carta o dejarlo a la puerta de su casa, pero creía que ella pensaría que era una tontería.

Piensas bajar de una vez a ayudarme, son casi las dos y tengo que hacer la comida...
...ya voy, mama.

Hora UNO, en el dia uno - Elena

Hora  UNO, en el dia uno - Elena Elena.

Por la ventana se iban filtrando los rayos de sol. Uno especialmente entraba contorneando una perpendicular por los ojales de la persiana.
En la cama una muchacha solo cubierta por un vaporoso camison de verano. Estamos a mediados de julio y la chica esta de vacaciones.

El rayo de luz avanza a medida que continua la mañana, poco a poco asciende por el cuerpo de la joven, sin que ella, dormida, pueda adivinar cuales son sus intenciones. Camina por el pelo haciendolo parecer tornasolado. Hasta alcanzar los ojos.

La luz antiguamente pálida ahora se entrega con toda su blanca intensidad a despertar a la chica. Elena se despierta a pesar de sus intentos por luchar contra la luz, e inmediatamente sus pensamientos la llevan a que es hora de levantarse. Ya se alcanza la media mañana y ella estira las piernas antes de ponerlas en el suelo. Normalmente, cuando una persona se acaba de despertar esta desaliñada, pero Elena en su inocente plenitud regalaba a todo aquel que la viera en ese momento su aspecto mas caluroso. El sudor le recorría parte de la espalda y su camison se perdía justo por encima de sus muslos. Justos entre medias de sus muslos.

Camino hasta el baño y allí se mojó la cara con agua fresca. En su casa no había nadie porque sus padres estaban trabajando y ella había terminado el instituto hacia ya algunas semanas. En aquel verano, Elena contaba ya con dieciseis años. Era morena, sureña pero alejada de tópicos. Anduvo hasta la cocina y allí se puso algo de comer. Tomó una taza de café y en el fondo del vaso contempló el reflejo de sus ojos verdes. El pelo le caía por un costado envolviendola ligeramente.

Cuando recogió la cocina, Elena decidió que más tarde cocinaría un bizcocho para cuando sus padres volvieran.

Desde mi ventana, la observaba. La veía caminar con ese ligero camison que ya conocía de otros veranos. Lo que antaño no era más que una camisola de niña, ahora era el maximo exponente de lo que aquella muchacha era capaz de despertar en mi. Eramos vecinos de hacía más de diez años y siempre la había observado desde mi pequeña ventana. Reflejandola en cuadernos y oléos, trazando aristas multicolores para intentar reflejar la belleza de cada una de sus mil y una facciones, cada cual más bella que su anterior. Pero mi trabajo era imposible, nada alcanzaba sus suspiros, sus reflejos o sus desfilados contornos cambiantes.

Aquella mañana me di cuenta que estaba enamorandome de ella, eran casi la una del mediodia cuando yo también desperté. Y mientras que ella caminaba de aquí para ya, yo la observaba como cada día esperando a que su imagen pasara por delante de su ventana o que su silueta se dibujara por entre los ojales de las persianas.

La luz de aquella mañana me llevó a intentarla plasmar de nuevo sin exito, ahora me doy cuenta de que siempre debí utilizar las letras en vez de los pinceles.

Continuará...