Playin' Games.
Esto lo escribí para un juego particular... no es de lo más habitual. Pero también es mío.
El abismo frente a mis pies, como un acantilado de piedras blancas desde el que saltar,
con un mar de coches al fondo, deseando que me estrelle contra olas de asfalto azul
oscuro, casi negro.
Una botella en mi mano apenas vacía y pensando como he podido llegar hasta aquí,
como fui capaz de llegar tan lejos por ti. Solo tengo ganas de saltar, de ahuyentar todos
mis problemas acabando estampado contra el cemento de las calles de Madrid.
Pienso que podría bajarme de esta cornisa, donde mis pies apenas se sujetan por el litro
de whisky que me he bebido, pero no tengo dinero para coger el autobús y volver a casa,
ni tampoco una casa a la que volver para coger dinero e ir a buscarte con un ramo de
rosas y mil palabras para ti.
Así que la mejor salida es saltar, es acabar con este caminar lento, tortuoso y de martirio.
Pero no me atrevo, porque aunque soy un cobarde, esta vez no salto por otro motivo. No
salto porque prefiero seguir ese camino, prefiero vivir en la jodida miseria de no verte
más, mientras me drogo cada noche y busco entre las piernas de otras motivos para
olvidarte.
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Me voy cruzando con caras jóvenes, apenas disfrazadas, cada uno con su ritual y su
especie. Algunos van fumando droga y me miran extrañados. Ellos toman drogas para ser
más felices, yo solo para hundirme más y más. No saben que entre lo uno y lo otro, solo
hay un evento, quizás un minuto, en el que todo se rompe y dejas de meterte tu tiro con
ella para metértelo por ella. En el que dejas de reírte mientras que pidas una copa más
para llorar lágrimas secas mientras te arrastras por la barra babeando los vasos.
En la calle hay ambiente, el entretiempo del otoño hace que algunas chicas lleven las
faldas aún muy cortas mientras que otras sudan bajo sus abrigos nuevos. Aún así ni
siquiera las veo, mis ojos vidriosos solo buscan la botella o la calle exacta en la que vive
mi camello. Antes, alguna me habría provocado una leve erección, ahora solo veo
muñecas idiotas pintadas como payasos, todas de uniforme.
Por mis palabras hay quien diría q tengo cincuenta años y quizá mi mujer murió de
cáncer, pero no. Ni yo llego a los treinta, ni ella tampoco esta muerta, la muy puta. Mi
amada, triste, desolada y enamorada puta.
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Cuando la conocí acababa de terminar el verano y las palabras nacían tan secas de mi
boca como perdida estaba su mirada en nuestro pequeña universidad.
Ella entró en aquella habitación temerosa, oculta entre un remolino de amigas que la
protegían de solo Dios sabe que. En cuanto la vi, pensé que nadie podía interponerse en
mi camino. Extrañamente, en tan solo diez segundos, me vi yendo con ella al cine,
después follándonos en mi habitación, un instante después pidiéndole matrimonio,
acompañado acto seguido de la ceremonia, nuestro primer hijo, nosotros persiguiéndole
detrás de la bicicleta, envejeciendo juntos, besándola en su lecho de muerte y después
llevándole flores a su tumba... y al final yaciendo juntos, para siempre. Eso pensé, sin ni
siquiera darme cuenta que la miraba tan absorto como si fuera a sacarle cada hueso de
su cuerpo mientras me bebía su sangre.
Entonces yo no era el que soy ahora, no bebía enganchado a una botella y drogándome
para olvidar todo lo que aquí escribo, más bien era la antítesis de eso. Era un ratón de
biblioteca, era un difunto adolescente que vivía pegado a sus libros, su ordenador y sus
pajas. Salía y entraba por las puertas de la universidad sin conocer a nadie, sin pararme a
hablar con uno o con otro, pero ella era diferente.
La primera vez que hablamos ella estaba comiéndose un pomelo, sola, alejada de sus
amigas en un parque cercano a la facultad donde estudiábamos. Si hubiera sabido
entonces lo que traería todo aquello, jamás le habría dicho cuatro palabras amables para
pedirle unos apuntes ni tampoco me habría sentado junto a ella en el siguiente laboratorio
que tuvimos juntos.
Pero en aquel momento sellé mi destino, vendí mi alma al diablo y apunté mi nombre a
una lista que llevaba escrita en el membrete “Excursión al Infierno con un único billete de
Ida”.
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Durante un año, hablamos y conversamos, nos conocimos, nos compenetramos.
Era la primera vez que conocía a alguien que hubiera leído a Irvine Wells y que pensara
que sería una buena idea probar el caballo alguna vez para saber como se sentía siendo
Renton.
Quizás eso de correr delante de la policía pensando en tener un trabajo, un coche, una
tele grande que te cagas,... fuera bonito entonces, pero nuestro afán por llegar al límite,
nos llevo a vivir viendo hasta donde podríamos llegar.
Eramos dos almas libres entonces y probablemente jamás volveremos a serlo tanto.
Un día, ni siquiera señalado en el calendario o anunciado con ilusión, empezamos a vivir
juntos, ella abandonó la casa de sus padres, que no entendían mucho que estaba
pasando, y, sin ni siquiera traerse el cepillo de dientes, empezamos a pasar noches en
vela leyéndonos el uno al otro fragmentos de “En La Carretera”, mientras fumábamos
porros y follábamos durante horas y horas, hasta el amanecer.
No teníamos añoranza por nada, la facultad ni la recordábamos. Solo nos alimentaban
las palabras de Rimbaud o el vino que nos bebíamos desnudos en una bañera vacía.
Hasta que nos conocimos, ninguno de los dos había bebido más alcohol que en las
típicas fiestas navideñas y familiares; mucho menos habíamos tomado Speed o habíamos
sido capaces de tomar tanta coca como para mirarnos a los ojos y no vernos.
Queríamos vivir intensamente todo lo que se nos había sido negado. Jugábamos a juegos
malditos, a soñar con volar a San Francisco, drogados de LSD y vistiendo flores en
nuestro pelo mientras que follábamos entre el barro de Woodstock. Así queríamos que
fuera nuestra vida, así la disfrazamos y la vestimos, para que no se rompiera con la luz de
la realidad.
Lo que no sabíamos es que teníamos un fantasma en nuestra casa, alguien que nos
susurraba cada noche desde un rincón de nuestra cama, un fantasma que a los nueve
meses se apareció, destapo el secreto y resquebrajó la libertad en mil pedazos de hielo
con sabor a desengaño.
El once de septiembre de 2001 nació entre ruido de torres que se derrumbaban y un billón
de gritos delante de cada televisor. Nosotros estábamos tan ciegos de mierda entonces,
que no nos enteramos ni de lo uno, ni de lo otro. Dicen que aquel día el mundo cambió.
Que el mundo perdió la inocencia y que termino su adolescencia. Yo solo sabía que me
había bebido dos litros de whisky para no oírla gritar y que mientras mi primer y único hijo
nacía, a mi me hacían un lavado de estomago porque me había tomado cincuenta
pastillas de Hidrocodona alucinando porque esos gritos y el fuego de las torres
anunciaban el fin del mundo.
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La luz es titilante y el sonido de la música rock chorrea desde unos grandes altavoces
hasta mis oídos.
Pido una cerveza más. Mientras que repaso mi vida.
Una niña, puede que no tenga más que quince años, o quizás, vestida así de cerda, en
realidad tenga treinta, me mira de forma lasciva.
Pienso en llevármela a la cama, pero no sé si mi polla responderá después de tanto
alcohol y tampoco me apetece levantarme en una cama fría, sin saber donde estoy y
pensando en quien coño es esta niña a la que ni siquiera le han salido pelos en el coño
aún.
Aún puedo recordar cada pelo de su pubis.
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El niño tenía síndrome de abstinencia.
Llamaron a los servicios sociales y ellos a los padres de ella. Teníamos veinte años y
éramos unos colgados incapaces de darse cuenta de que un bebe crecía entre ellos cada
noche.
Cuando aparecieron sus padres se los llevaron a los dos.
A mi simplemente me abandonaron en la calle. Prometí el cielo. Me mantendría sobrio,
tomaría metadona para dejarlo todo y sobretodo no volvería a beber. Pero aquella
promesa duró solo el tiempo suficiente. A las dos semanas estaba cuerdo, expectante,
abandonado en un albergue de mendigos rodeado de borrachos cincuentones que tienen
10 hijos analfabetos y que esconden sus tesoros entre cartones. Que podía hacer más
que caer.
Si al menos me hubieran dejado verlos una vez, habría abierto los ojos, habría
reaccionado. Pero para cuando llegó esa oportunidad era tarde.
Tres meses durmiendo en la calle me hicieron irreconocible. Mis ojos tenían sesenta años
y mi piel solo era del nitrato amarillo del que se visten los cigarros sucios y baratos. Mi
olor era el Olor, la acre pestilencia que desprende una higuera podrida y atacada por
gusanos, mezclada con el alcohol vertido en mi ropa y la mierda que los piojos defecan
sobre mi pelo.
Ella iba paseando con nuestro bebe entre sus brazos, los mismos en los que apenas se
notaban ya las marcas del pasado. Yo me acerqué sin creer que no pudiera reconocerme.
A mis ojos todo era igual, la realidad informe desdibujaba su precioso rostro como lo hacía
en nuestros últimos días.
Dos botes de Oraldine tenían la culpa. Para entonces era todo el alcohol que me podía
pagar.
Ella le tapo la cara al niño y a pesar de todo, me dijo todo lo que necesitaba oir:
-.Aparta de mí.
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Son las siete y veintitrés.
La Gran Vía sigue tan llena como a las tres de la tarde. Y no tiene un mal sitio para
dedicárselo al suicidio.
Paso por delante de un escaparate lleno de souvenirs. Pequeños y deprimentes toros y
banderines de España. Debería de estrellar mi cabeza contra el cristal y llenarlos de
sangre.
Había marcado esta noche como el límite, como el fin de ese “Veamos a donde somos
capaces de llegar” que una mañana, viendo amanecer, henchidos de poder, nos dijimos
el uno al otro, marcando el punto de partida.
La carrera estaba ganada, el límite por el límite conseguido y además por mucho que
siguiera el camino de la autodestrucción, sin ti no era lo mismo. Así que, ¿Por que
prorrogar la agonía?
Entro a un callejón pero es imposible encontrar un hueco libre para intentar
autoproporcionarme una sobredosis.
Un par de chicos se meten mano entre sombras y me miran pasar con asco. Ellos son
jóvenes y hedonistas. Nadie piensa en mi como en lo que pueden llegar a ser. Nadie
piensa que un día te enamoras y pasas a correr por las vías de un tren que viene directo
a ti, incapaz de frenar y que crees que tu solo podrás hacer descarrilar.
La noche se va terminando y uno tras otro mis intentos de morir se frustran y se marchan, entre cobardía y arrebatos de cordura.
En las cercanías de las ocho de la mañana, empieza a amanecer.
Y yo sigo aquí.
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Epilogo. Seis Meses Después.
En un tren, la mañana de un jueves, a las nueve y treinta y cuatro de la mañana, una
joven madre ex-drogadicta y su pequeño bebe murieron.
Dos días después un yonki fue encontrado muerto de sobredosis en un callejón de
Malasaña.
Al yonki nadie lo lloró.
Es un poco largo... pero creo que se merecía un sitio aquí.
Carlos.
P.S.: Pero si cantas... si cantas...
Baby, you've been going so crazy
Lately, nothing seems to be going right
Solo, why do you have to get so low
You're so...
You've been waiting in the sun too long
Lately, nothing seems to be going right
Solo, why do you have to get so low
You're so...
You've been waiting in the sun too long
But if you sing, sing, sing, sing, sing, sing
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