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CruceDeCaminos

Vidas Cruzadas Abiertas. Cervantes Y Ortega

Recordáis que os prometí escribir la parte ficticia de lo que me sucedió la semana pasada, con todo aquel juego de la ficción y la realidad. Bueno, pues como siempre, lo que era un relato cortito relacionado con aquello, adornado por mi prosa, se ha escapado de mis manos, ha tomado alas apoyado en mi imaginación y se ha convertido en otra cosa; Por eso he tardado algunos días en terminarlo, porque he quitado cosas de aquí y de allá, he reescrito algunas partes y ya no tiene nada que ver conmigo, ni con el curso de alemán, ni con todo lo demás; entre otras cosas, porque cuenta con el punto de vista de dos personas. He decidido reunirlo junto al relato de “Vidas Cruzadas”, puesto que puede enclavarse también bajo ese epígrafe, y quien sabe, quizás en algún momento se encuentren en mi mundo creativo.

A ver que os parece. (He hecho algo novedoso en mi técnica narrativa, espero las opiniones de las mujeres).

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Vidas Cruzadas Abiertas. Cervantes y Ortega.

Tres colores pintaban las nubes la tarde de ayer. Después de una tarde de gozos y sombras, una brizna de azul claro jironeaba el aire que en la distancia iba transformándose en violeta y finalmente en rosa. Por delante de ellas, apoyada en la ventana, estaba tu mano. Entre tus dedos contemplaba como se iba el día, y tu cuerpo desnudo, sereno, fijamente clavado al momento, se definía entre sombras. Tres días después de conocernos, habíamos vuelto a vernos en aquella clase.

Parecías pretender conocerme de toda la vida y mientras yo te esperaba escuchando música en mis auriculares, pasándome la mano por mi cara recién afeitada, te acercaste y me diste un beso en la mejilla. Me preguntaste como estaba, como había pasado esos ligeros tres días, que para mí se habían convertido en un pensamiento imposible de abandonar. Estaba obsesionado contigo y temía que hubiera dejado escapar demasiadas palabras cuando nos habíamos conocido, y que pensaras que parloteaba como un loro egocéntrico. Pero definitivamente, parecía darte todo igual, y me sentí turbadoramente avergonzado por mis pensamientos, cuando sentí el calor de tus labios en mi piel imberbe.

Ayer, volviste a sentarte a mi lado en aquella hora y media, y yo solo miraba tu pelo, y tus ojos vivos, curiosos de conocimiento. No me enteré de nada de lo que decía la profesora y perdía la cabeza por ti, alternando mis pensamientos con raptos de lucidez, que me decía que mi imaginación me estaba llevando demasiado lejos. Quien me iba a decir que, solo media hora después de aquello iba a estar contigo en mi cama.

-Ahora colocaros en parejas y ensayar el diálogo de la página catorce.

Allí, viéndote decir palabras que escasamente entendía, decidí que debía de dar un paso, por ridículo que fuera. Y mientras tú me preguntabas donde vivía en alemán, te dije algo que ya sabes:

-Me gustaría saber decir en alemán “Quieres venir a mi casa”, para poder invitarte.
-No hace falta que sepas, ya lo has hecho.- Dijo poniéndome la mano sobre mi pierna.

Cuando salimos de clase, pensé que cada uno se iría por su lado, puesto que te despediste de mí y tomaste la dirección contraria. A mi no me importó mucho en ese momento, aún estaba en una nube, porque me hubieras tocado con tu mano. Pero me seguiste, continuaste mis pasos, sin que yo te pudiera escuchar porque iba inmerso en mi música. Cuando estaba apunto de llegar al coche, oí mi nombre a través de la nube de guitarras que llegaban a mis oídos. En el cristal del coche vi tu reflejo. Y al volverme, sin tiempo a decir una palabra, me besaste, dejándome sin aliento, mientras seis palabras salían de la voz del cantante: “Your lips are like a storm”. El rayo nos había caído a los dos, nos había atravesado dejándonos unidos por hilos invisibles de atracción.

Me quitaste los cascos y me dijiste al oído: Vamos a tu casa.

Cuando nos bajamos del coche, empezaba a lloviznar y para cuando entramos en mi habitación el agua golpeaba los cristales. Tres veces hicimos el amor en lo que duró la tormenta. Permanecimos unidos el uno al otro, tan fuerte como podíamos hasta que el primer rayo de sol escapó a las nubes de lluvia y penetró por la ventana hasta acariciarte la mejilla, entonces te levantaste y desnuda te pusiste a mirar por la ventana.

-Mira como surge la belleza después de una tormenta, parece que surgiera vida hasta de las piedras.
-Tienes razón parece que tu surgieras de la lluvia también, por la belleza que despides desde la ventana.- Le contesté.

Y me levanté hasta donde estaba ella y abrazándola, la bese en un lunar que se encontraba en el centro justo de su omoplato.

-Me tengo que marchar.- Dijo.
-Es demasiado temprano.- Contesté –Espera y quédate a cenar.
-No, lo siento, pero tengo que irme ya.- Afirmó, mientras se ponía los pantalones.

Cuando me quise dar cuenta estabas al borde de la puerta, yo solamente vestido con unos calzoncillos, preguntándote cuando nos íbamos a volver a ver. Me dijiste adiós, lanzándome un beso. Cerré la puerta y me di cuenta que no tenía tu número de teléfono, ni sabía donde vivías más allá de que tu casa estaba en el centro.

Hoy he deambulado por tu facultad, buscándote por las aulas de primero mientras que pierdo clases, preguntando por una chica apellidada Cervantes, pero he sido incapaz de encontrarte. Así que he llegado y he escrito todo esto, pensando en ti, en tu pelo rizado y tus labios calientes de tormenta.

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Cuando salí de su casa y crucé el portal de la calle, me puse a llorar. Tenía miedo, estaba tan confundida que me temblaban las manos. Entré en el autobús medio vacío bajo la mirada curiosa del conductor y de una señora mayor que se sentaba en la primera fila. Decidí ponerme las gafas de sol, porque prefería que pensaran que era una excéntrica a una llorona.

El autobús paraba cada cinco minutos mientras yo iba pensando en todo lo que había sucedido. No entendía como me había podido dejar llevar así, acostándome con un extraño, una persona a la que conocía solo por las tres horas que llevaba en mi vida. Cuando me asomé por la ventana de su casa, justo después de que acabara la tormenta, me descubrí observando la cara de mi novio en la pared de enfrente y sintiéndome como una farsa, una puta que engaña a quien quiere acostándose con el primero que pasa.

Pero todo eso mentira. No podía controlarme, y aunque lloraba y me sentía mal en aquel autobús, a la vez deseaba estar en esa cama, besando y abrazando a ese chico taciturno que detrás de sus gafas de sol y su chaqueta de piel me había partido en dos. Para cuando iba por la mitad del trayecto de vuelta a casa y ya me había acostado con él, solo podía pensar en sus ojos grises y el tacto de su piel en sus brazos, con un vello que se ponía de punta cuando pasa mi mano sobre él. Nunca, en mis cinco años con Álvaro había notado que su pelo se pusiera de punta al contacto conmigo.

Así, mientras un par de lágrimas caían sobre mi cara, no podía evitar reírme al pensar en como había amado a ese chico más que a nadie en mi vida, en apenas cinco horas. Cinco horas con Roberto Ortega.

Cuando llegué a casa de mis padres, Álvaro estaba esperándome. Lo hacía siempre, llegaba a casa y me lo encontraba allí, charlando con mi madre, comportándose como el yerno perfecto, el novio que todas las madres quieren para sus hijas. Mis rodillas temblaban, creía que en mi cara alguien había escrito que había estado cinco horas haciendo el amor con otro chico y el se daría cuenta. Pero era demasiado bueno, o demasiado inocente, para hacerlo, al menos así pensaba yo entonces. Luego acabaría dándome cuenta que él no era exactamente así.

-Ven, vamos a mi habitación.- Le dije.
-Está bien.

Entramos en mi cuarto y aunque sabía que a mis padres no les hacia gracia, cerré la puerta. Le bese sin pasión, intentando disimular lo mejor que podía. Comencé a meter mi mano para tocarle la polla, pero el no hacía más que resistirse. Aquí no, decía, pueden pillarnos tus padres. Seguí insistiendo más por culpabilidad que por ganas, solo pensaba que follando con él le compensaría por lo acababa de hacer.

En diez minutos habíamos acabado y no se había enterado nadie. Ni siquiera yo, que solo veía la cara de Roberto cuando lo miraba.

Me sentía tan culpable que aquella noche no pude dormir. Al día siguiente no fui a clase, mentí a mi madre y le dije que me dolía mucho el estomago y que debía de haberme sentado mal algo que había comido en la facultad el día anterior. Lloré durante horas. Solo pensaba en aquellas nubes tricolores que había visto desde la ventana de Roberto y que su recuerdo, me hacía rememorar lo distinto que había sido besarlo a las puertas de su coche la primera vez.

Ahora me asomo a la ventana y no puedo ver ni una estrella, porque las nubes llenan el espacio entre ellas y yo. Y pienso indecisa cuando me voy a atrever a volver a acercarme a él, a mostrarme a su mirada gris, sin temor a volver a besarle.

1 comentario

La Mariposa -

Carlos, sólo tres cosas:

1) Ha merecido le pena esperar.

2) "Tres colores pintaban las nubes la tarde de ayer. Después de una tarde de gozos y sombras, una brizna de azul claro jironeaba el aire que en la distancia iba transformándose en violeta y finalmente en rosa. Por delante de ellas, apoyada en la ventana, estaba tu mano. Entre tus dedos contemplaba como se iba el día, y tu cuerpo desnudo, sereno, fijamente clavado al momento, se definía entre sombras". Vaya... joder (uy, perdón, se me escapó)... bufff...

3) Tú conoces muy bien a las mujeres, ¿no?

Queda todo dicho.
Besos voladores ;-)