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Segunda Parte Y Final. Una Herida Nunca Cerrada

Segunda Parte Y Final. Una Herida Nunca Cerrada Elena se asomó a la ventana y vio que era Alberto quien la llamaba desde la calle, sin hacer ruido, para que nadie se enterara. Abrió la ventana lentamente. Alberto solo estuvo allí unos segundos, los necesarios para decirle, “a las diez estaré aquí para llevarte conmigo”.
El resto de la hora, Elena la pasó dando vueltas por la habitación pensando en esas ocho palabras. A donde la llevaría. Se fugarían. Ella deseaba marcharse de allí a cualquier precio. No deseaba que en cualquier momento la llevaran de nuevo a una clínica alejándola de nuevo de todo lo que más quería.

Un par de años atrás la habían arrebatado su infancia, su paso de niña a mujer o de mujer a niña. Y había permanecido allí demasiado tiempo, borrando de su mente todo y a todos los que la habían rodeado, con la escasa excepción de sus padres. Ante la duda, cogió una mochila vieja y ligeramente ajada por uno de sus lados y metió en ella un poco de ropa. Y se sentó en la cama para esperar.

La madre de Elena estaba preocupada. No entendía porque de repente, su hija había tornado en rebeldía. Pensaba que ella ya era consciente de lo que le suponía dejar de tomar la medicación. Mientras que cortaba lechuga, haciéndola pedacitos y pagando con ella sus frustraciones. A los diez minutos, casi cuando estaba terminando de preparar la ensalada y comenzaba a preparar unas croquetas, llegó su marido a casa.

Ni siquiera un beso, lo primero que le dijo la madre de Elena al padre de la muchacha es que ésta no se había tomado la medicación esa mañana. El padre de la chica, no se preocupo mucho a diferencia de la madre y lo achacó a solo un olvido. Desde que la chica había vuelto de la clínica no había sucedido, así que consideró que no era un motivo muy importante de preocupaciones. Para él, era mucho más importante sus problemas laborales que las visicitudes u olvidos de su hija adolescente en vacaciones, por muy enferma que estuviera. La quería pero ahora no era el momento. Como muchos padres de su generación solo comenzaban a mostrarse asustados por su familia cuando el problema o la enfermedad les salpicaba al explotar.

Arriba la niña-mujer esperaba a su amor, como una Julieta moderna aunque sin ama y sin veneno.

A las nueve de la noche, la llamaron a cenar, aunque el cosquilleo en el estomago de lo que Alberto la estuviera preparando o a donde la fuera a llevar, la impidió comer algo más que un bocado. Su madre la reprochó de nuevo su olvido durante la cena, pero esto solo hizo más que reafirmar el comportamiento de Elena de no volverse a tomar más aquella droga.

Tan rápido como terminó de comer, volvió a la habitación para observar la ventana de Alberto que desde que lo hubiera visto esta tarde por última vez, permanecía sin movimiento, opaca a los últimos rayos rosados de sol. A veces parece que el cielo se tiñera de sangre al anochecer o al amanecer, como un cruel vaticinio de lo que ha ocurrido u ocurrirá durante el día o la noche.

La madre de Elena salió a tirar la basura de la cena y a la puerta de su casa se encontró con Alberto. Éste ya se dirigía a la ventana de ella, porque aunque faltaba algo más de veinte minutos para las diez, no podía aguantar ni un minuto más sin ella.

La madre de Alberto le saludó y luego le interrogó hábilmente sobre lo que habían estado haciendo ambos esa tarde. Alberto desde luego no le contó todo lo que pasaba a partes iguales por su cabeza o corazón, decidió simplemente contarle una media verdad, decirle que habían estado poniéndose al día en su amistad infantil. La madre de Elena tenía miedo. Tenía miedo a que su hija volviera a recaer por cualquier motivo, la consideraba demasiado frágil como para tener amigos y mucho menos novios, la consideraba frágil para divertirse o para hacer cualquier cosa más allá de los muros de su casa. Hacía tiempo que aquella urbanización iba a representar los mismos muros que anteriormente había representando la clínica para la chica y ahora ningún adolescente iba a echar a perder sus planes.

Así que la madre de Elena le contó la verdad de los últimos dos años. Le narró con todo lujo de detalles como la chica sufría una enfermedad mental, era bipolar. Era maníaco – depresiva. Aquellas palabras resonaron en la mente de Alberto para hacer el efecto que la madre de Elena deseaba. Provocarle miedo a la locura. Levantar en él todos los prejuicios que la mayoría de la gente tiene hacía estas enfermedades, hacerle salir corriendo. El chico escucho el relato detallado de cómo Elena había sufrido su primer ataque maníaco la noche de aquel día que él la había dibujado con tanto sentimiento sobre el césped de un atardecer.

La madre de Elena en seguida supo que sus simples palabras reales y efectivas habían conseguido su objetivo. Lo vio dibujado en la cara del muchacho que se marchó sin pensar en las consecuencias hacía la que sería por última noche la habitación de su infancia.

Elena en la soledad de su habitación esperaba. Dibujaba palabras sobre el techo de su cuarto, escribía dibujos en su mente y oía música de cualquier tipo para hacer llegar antes la hora de reencontrarse aunque fuera por un minuto con Alberto, pero a las doce y media de la noche se quedó dormida. Una tristeza infinita la movió hasta las ínfulas del sueño. El litio ya había dejado de hacer efecto en sus neuronas para aquel momento, en que sus ojos verdes se cerraron.

Alberto se alejó de la madre de Elena con el miedo en el cuerpo y cuando llegó a su cuarto, ni siquiera encendió la luz, porque no quería que Elena lo viera. Pas horas en la cama, pensando y dándole vueltas a la mente, a todo lo que la madre de Elena le había contado y a todo lo que había sentido desde entonces.

A medida que la noche fue pasando lo que en un principio había sido miedo fue tornándose en valor. Quizás por muchos motivos, porque los primeros son inconscientes o quizás porque solo somos verdaderamente valientes cuando aún tenemos algo de niños, pero Alberto tomó la decisión de acudir a la ventana de Elena. Aquella misma noche, con algunas horas de retraso se reencontraría con ella, porque a la mañana siguiente se marcharía y tenía que convencerla para seguir viéndose allá donde estuvieran. Y si estaba enferma, que importaba cual fuera la enfermedad, él cuidaría de ella.

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De nuevo, una piedrecilla tras otra golpeó la ventana de Elena hasta que esta se levantó a abrirla. Ella no podía creerlo. Allí estaba él, debajo de su balcón bajo la luz de las estrellas y la luna azulada. Le pidió que bajara y ella sin pensarlo dos veces aceptó. La euforia la embargaba.

Se escaparon de los muros de la urbanización como dos escapistas antiguos y jóvenes. Ambos se refugiaron en la inmensidad de una noche clara y de verano. Cruzaron la carretera y caminaron hasta la playa y allí hablaron, se besaron, se prometieron amor eterno, se bañaron desnudos en la noche, descubrieron el sexo, se quedaron dormidos, notaron la húmeda arena caliente sobre su espalda, despertaron y vieron amanecer juntos.

A las seis de la mañana, Alberto despertó y suavemente le acarició la mejilla a la chica que estaba entre sus brazos. De nuevo el rojo teñía nubes y pedazos de aire entrelazado. El sol ya aparecía entre el horizonte de agua salada. Tenemos que marchar a casa, si no descubrirán que no hemos pasado la noche allí. Ojala pudiéramos quedarnos aquí eternamente. Ese beso selló la noche de amor más sincera y tierna que aquella playa había vivido jamás.

A los pocos minutos llegaron al jardín que separaba sus casas. Su último beso fue cómplice pero poco pasional comparado con todos aquellos que se habían proporcionado mutuamente durante la noche. Quedaron que el iría a despedirse antes de marcharse con la mudanza y que luego hablarían para volver a quedar en verse juntos. Mientras que durara el verano no tendrían mayores problemas, convinieron el estaba libre para poder visitarla cuando quisiera. Antes de marcharse, Alberto le dijo unas pocas palabras: “Quiero que sepas que lo sé todo, me lo contó tu madre y no me importa porque quiero estar junto a ti siempre”.

Elena entró en su casa. Mirando a Alberto marcharse y cruzar el jardín se apresuró a subir a su cama, no quería que la pillaran. Absorta en sus pensamientos de amor, solo pensaba en estar con Alberto le costara lo que le costara, y volvería a tomarse las pastillas porqué debía mantenerse sana para disfrutar de todo lo que él la ofrecía. Al pasar por la cocina, observó sobre la encimera el bizcocho que hacía ya casi veinticuatro horas había preparado.

Entonces el odio. Ya era tarde para los propósitos de enmienda.

A la mañana siguiente, Alberto intentó despedirse de Elena antes de marcharse con el último camión de mudanzas pero en su casa no había nadie. Llamó a todas las puertas, observó las ventanas en busca de algún movimiento pero sus esfuerzos fueron infructuosos.

Pasaron cinco días antes de que Alberto volviera a tener noticias de Elena. El primer día que tuvo oportunidad regresó a la casa de ella para intentar averiguar porque no había estado esperándole después de todo lo que habían compartido esa noche.

De nuevo no encontró respuesta en los timbres o en la sombras de las ventanas. Solo la vecina que vivía junto a Elena le proporcionó la realidad.

Según había llegado hasta sus oídos, la chica se había vuelto loca la mañana de algunos días atrás y había intentado matar a sus padres, al parecer después de aquello la habían internado en una clínica de nuevo. Sus padres no aparecían mucho por casa desde entonces.

Alberto no lo podía creer e inmediatamente todas las palabras de la madre de Elena rebotaron dentro del cráneo del chico. E igualmente rebotaron sus propias palabras justo antes de despedirse. El pánico le inundó, rebosó todos sus poros y le hizo desmayarse ante aquella señora chismosa.

Cuando despertó solo reconocía la cara de su madre junto a un par de personas vestidas con bata blanca. Entonces su madre le contó todo lo sucedido. Después de que se desmayara, la vecina se había puesto en contacto con ella, mientras que a él lo trasladaban al hospital. Su madre, durante la espera a que se despertará había logrado contactar con la madre de Elena y está le había contado todo lo sucedido.

Elena había muerto. Se había suicidado. La mañana después a que él la dejara en la puerta de su casa, ella había sufrido un ataque maníaco y había atacado a sus padres, al parecer de los médicos porque la falta de medicación continuada le había provocado un sentimiento de odio e ira hacia ellos. La chica había cocinado un bizcocho el día anterior para sus padres y al ver que sus padres no lo habían probado despertó en ella algún mecanismo cerebral que le llevó a atacarlos con un cuchillo, totalmente fuera de si. Afortunadamente, lograron controlarla entre los dos y llevarla a la clínica donde había estado los últimos años para que le proporcionaran un tratamiento de urgencia.

Hasta ayer la chica había permanecido sedad y tranquila, pero esta mañana la han encontrado en la bañera de su habitación desangrada.

Alberto comenzó a llorar sin consuelo a los brazos de su madre. Nunca simples palabras le habían hecho tanto dolor. Nunca el instrumento del que se había valido para decirle a Elena las cosas más bellas, le habían proporcionado un sufrimiento igual y jamás olvidaría.

Al día siguiente llegó a casa aún desolado pero sin rastro de porque se había desmayado. Sentía culpa y desidia por vivir. Por la tarde, su madre le subió una carta. “La madre de Elena ha venido a traerte esto, pero no a querido verte”.

“Querido Alberto,

De nuevo me encuentro en la clínica que me hizo separarme de ti cuando éramos niños. Mi enfermedad me ha llevado hasta aquí y temo que aunque tú me esperes, o llegáramos a estar juntos en cualquier punto del futuro, nuestra vida no sería más que un infierno.

Por eso, he decidido no seguir con mi vida, porque no soporto un minuto más sin estar a tu lado ni tampoco soportaría hacerte daño alguna vez como casi he hecho con mis padres.

Te quiere y te querrá siempre haya donde estés.
Elena”

Aquella herida jamás se me cerró y desde entonces al igual que cuando era niño, la intentaba dibujar una y otra vez, con el recuerdo fresco de mi mente, pero solo conseguía borrones. Las palabras eran el único vehiculo para cerrarla y hacerla cicatrizar. Ahora creo que empiezo a conseguirlo.

FIN.

5 comentarios

Lou -

no tengo palabras...

Me alegro de que existan los blogs y de que exista un cruce de caminos.

Increíble

Rut -

Mi comentario llega tarde, muy tarde. El final de esta historia me ha conmovido. Es una triste historia y me ha hecho pensar. Eso es lo bueno, que algo que tú escribas haga pensar a la gente.
besitos

El fugitivo -

Hola, te he enlazado en mi pagina, comentame algo si no te apetece estar enlazado.

La historia es muy triste Carlos, ojala pudiera terminar mejor.

Carlos -

Bueno, me alegra que te sorprenda el final, aunque sea tan triste... pero es algo de lo que estaba seguro desde el principio de la historia. Le he cambiado el nombre... ahora se llama: " Elena y la herida"... ya no tenía mucho sentido seguir llamandola "Una vida en treinta días".

Marta -

Carlos, tengo que recuperarme de la impresión. en cuanto comprenda todo, te comento algo.

Pero... Me ha gustado mucho el cariz que le has dado a la historia. Así como el desenlace, que no esperaba.

Mmm, hay tantas cosas para reflexionar que se pueden sacar de aquí...

Un beso!